El hogar, dulce hogar
con su lumbre de leña.
Paraiso furtivo. Ardor clamoroso
de bulliciosos pájaros y flores.
Incesantes mariposas de colores
que parecen encantadas
de haberse convertido en mariposas
sin saber que es efímero el verano.
Temprano, muy temprano
sentí en mi pecho las emociones
que trae la siembra y la nevada,
pero aquí no caben leyes si razones,
ni el verano aquí del todo acaba.
(Que donde la ciudad termina
no se construían chalés de lujo,
tampoco mansiones).
Por eso, cuando la sabia naturaleza
se manifiesta en absoluta libertad,
la rosa canta, el mirlo se perfuma
y el tibio aire al son de la mañana
abundante esencia de aromas destapa.
Después de la lluvia o nevada, el sol
coordina, se abre espléndida la tierra
y brota, concediéndonos estaciones,
tiempo, días, horas, momentos para
rescatar recuerdos y emociones...
entonces es cuando mi vehemente
y alocado corazón
recobra un momento de lozanía.
¿Quién ante tanta evidencia
no se siente fascinado?
Pero es tan breve su duración,
tan sutil, fugaz y transitorio
el rumor que produce la estampida,
que casi sin darnos cuenta pasamos
de verano a invierno sin otoño,
convencidos de poder resistir la nevada.
Si acontece y sucede, que sucederá...
no hay nada que temer o recelar,
con provisiones se pasa el invierno.
Ya solo queda guarnecerse y esperar,
esperar sin prisa a ver si llueve.
Entretanto, al calor de la lumbre
sin ruido ni asidera me recojo,
permanezco en silencio, callado y prevenido,
alertándome de la posible senda helada,
la senda por donde subir la cuesta de enero.
Amanecer, auparse, asomarse y ver
los almendros en flor, las flores
son una plena visión de esperanza
que nos llena de anhelantes deseos,
logrando evocaciones y recuerdos
que buscamos, porque donde
la ciudad termina "el pueblo es".
Cielo y tierra, en hermandad se unen
de inmediato, juntos tañen y voltean
tocando a festejo sin campanas,
con alegría nos muestran sus primores
y espacio abierto nos brindan
para rescatar recuerdo y emociones.
Y todo, todo donde la ciudad termina.